por Javier Díez
En este artículo, publicado originalmente en la revista digital EL ASOMBRARIO & Co., su autor realiza un repaso crítico, con sus claroscuros, nunca mejor dicho, de la remodelación de uno de los espacios más emblemáticos y tradicionales de la ciudad de Madrid.
Se acaba de inaugurar —o eso creemos, aunque seguramente no falten ocasiones para volver a hacerlo— un proyecto cuyo concurso, bajo el título Piensa Sol, se convocó hace catorce años pero cuyo resultado nos retrotrae mucho más allá, en concreto a los tiempos de la transición, cuando las maltrechas arcas municipales no permitían estipendios en la creación y mantenimiento de zonas verdes, lo que propició el surgimiento de espacios públicos donde el hormigón y el vacío prevalecían sobre el césped, el arbolado y el mobiliario urbano.
Me gustaría que quedase claro que la crítica que me dispongo a hacer en este artículo hacia la enésima remodelación de la Puerta del Sol de Madrid no pone en cuestión la profesionalidad del equipo ganador del concurso —compuesto por José Ignacio Linazasoro y Ricardo Sánchez— ya que hay que entender que en muchas ocasiones el pliego de condiciones y requerimientos impuesto por los clientes ofrece un margen de maniobra que limita las capacidades profesionales de los estudios profesionales que lo acometen.
Por ello, me gustaría comenzar reconociendo el gran acierto por parte de los promotores de esta operación urbanística al dotar a esta popular plaza madrileña —y nacional durante unos minutos de cada Nochevieja— y a las calles que en ella desembocan —o mejor dicho, arrancan, puesto que en la misma se ubica el fotogénico ‘kilómetro 0’— de la condición de peatonales, favoreciendo así una concepción de la ciudad donde el automóvil no imponga la ley del más fuerte y donde el viandante —qué pena ir perdiendo poco a poco esta palabra, ¿no?— tenga la posibilidad de andar a sus anchas, siempre y cuando, eso sí, que el gremio de los ‘rodantes’ se lo permita sin muchos sobresaltos.
Otro acierto de esta intervención en la Puerta del Sol de Madrid, lo es digamos por omisión y no por acción; se trata en concreto de la eliminación —todavía no materializada por cuestiones burocráticas— de la cubierta de acceso a la estación de Renfe, conocida popularmente como la ballena o el tragabolas; pero este acierto no será pleno ya que la nueva marquesina, aún siendo acristalada y poseyendo por lo tanto grandes posibilidades de pasar desapercibida, estará soportada por un desproporcionado y significativo trípode que seguramente no tardará en ser bautizado por el ingenio popular; no entiendo por qué el acceso a esta infraestructura no puede tomar, acorde con el respeto al concepto monumental del espacio intervenido, el ejemplo de los discretos y respetuosos accesos que ofrece el Metro madrileño, o del depurado diseño, en un equilibrio perfecto entre elegancia y carácter, de las entradas al metro bilbaíno, los conocidos ‘fosterritos’.