Por Javier Díez – Fotografías: José Luis Díez
Seguramente este artículo —publicado originalmente en la revista digital EL ASOMBRARIO & Co— puede convertirse, si no en el más polémico que haya escrito nunca, sí en uno de los más discutibles y opinables desde posiciones dispares, ya sean estas las de un especialista en planeamiento urbano, ya sean las de un simple ciudadano de a pie; y curiosamente lo será cuando, inscribiéndose lo que en él se aborda en el ámbito del espacio público, no se tratarán en el mismo temas donde la controversia política, ideológica o incluso partidista tenga cabida; no se enfrentarán en él visiones contrapuestas de cómo abordar los graves y complejos problemas a los a los que se enfrentan las grandes urbes y sus habitantes; pero será, estoy seguro, un texto dado a la discusión, simple y llanamente porque en él se tratará un tema tan subjetivo como es el del color, porque ya saben, «para gustos, colores».
En primer lugar quisiera aclarar el significado del titular «Madrid, una ciudad gris».
Comenzaré por su segunda parte, explicando a qué me refiero con esta categorización cromática del hecho urbano; no lo hago en relación al color que de manera generalizada pudiesen ofrecer sus edificios, calles, plazas, parques y avenidas, ni siquiera al espíritu que pudiese caracterizar a sus habitantes; me estoy refiriendo a un factor mucho más concreto y delimitado como es el análisis de la paleta cromática que ofrecen la inmensa mayoría de elementos de mobiliario urbano —o callejero, como le gusta calificarlo a Antonio Muñoz Molina— fundamentalmente de competencia municipal pero también autonómica o estatal, incluso algunos promovidos por la iniciativa privada, que podemos encontrar en cualquiera de las grandes ciudades españolas, pero me atrevería a decir que también mundiales.
Y ahora me queda explicar el por qué asignarle a la ciudad de Madrid el calificativo de «ciudad gris» —más bien peyorativo— en lo que alguien podría tildar de acto de centralismo perverso; tengo que reconocer que esta elección ha sido motivada por una simple finalidad periodística ya que he utilizado el nombre de Madrid a modo de reclamo para intentar llamar la atención del potencial lector o lectora que pasease su mirada por esta revista, ya sea en su versión impresa o digital; queda claro, por tanto, que cada uno de ellos, sobre todo si habitan una gran población, podrá sustituir —si lo cree oportuno— el nombre de su ciudad en el título de este artículo.
Pero tengo que reconocer que en esta elección hay también algo personal; he de aclarar que mencionar a Madrid ha sido algo lógico siendo como soy madrileño de nacimiento y que todavía sigue impresa en mi memoria la imagen de los báculos de iluminación y los semáforos de fuste estriado pintados de un verde muy definido, color que tiñe alguno de mis recuerdos infantiles.