Cuando uno pinta un cuadro tiene una maravillosa oportunidad de estar en contacto con su fuente, ese lugar sin espacio, ese momento sin tiempo, en donde todo cobra sentido por el sencillo hecho de estar y de ser.
Los cuadros que pinto son un deseo de recordarnos a nosotros mismos lo que somos, algo que interiormente demandamos y que necesitamos aunque no sepamos sentirlo así ni hacerlo realidad. Realmente somos bellos, somos felices, somos armónicos y somos luz y estamos todos unidos como uno solo, y el mundo real en el que vivimos se corresponde a lo que somos.
Un queridísimo amigo mío me dijo que al pintar un cuadro se pinta a la vez otro. De hecho, el verdadero cuadro es ese otro. Es el cuadro que lleva toda la energía, todas las vibraciones, todas las intenciones que quieres plasmar en el cuadro que luego en el plano físico podremos percibir. Este cuadro que no se «ve» con los ojos físicos, pero que llega al observador por otra vía, es el origen del otro cuadro, el andamio, el esqueleto, el que le dota de significado.
Solo quiero hacer un cuadro bello, con una bella idea, porque creo que eso es lo que somos: belleza. Queremos rescatar la belleza del mundo que hemos creado y simplemente ella está esperando en el mundo real a que la elijamos.