Javier Díez
Si en un artículo anterior, Extraños en la ciudad, el autor nos descubría unos elementos del mobiliario urbano, ‘los armaritos’, que pasan inadvertidos y son ignorados por la mayoría de la gente, en este, publicado con anterioridad en la revista EL ASOMBRARIO & Co., nos habla de otros, los bolardos, que por el contrario son odiados y menospreciados por esa misma gente, y que no son si no la materialización de un problema no resuelto, el de la cohabitación entre automovilistas y peatones
Hace ya algunos años, cuando desde nuestro estudio colaborábamos con la empresa Tecnología & Diseño Cabanes, en un momento dado, su gerente nos convocó a una reunión para encargarnos un nuevo diseño de mobiliario urbano, adelantándonos únicamente que se trataría seguramente del más complicado de diseñar dentro de las tipologías de elementos para el espacio público.
Inmediatamente, mi hermano y yo comenzamos a elucubrar sobre cuál podría ser dicho elemento; ¿se trataría de un banco —me refiero a un banco bien diseñado, no solo dibujado— donde confluyen, teniendo al sedente como centro del proyecto, factores como la antropometría, la ergonomía y la proxémica?; ¿o tal vez de un kiosco de prensa o un punto de información turística concebidos estos como verdaderas microarquitecturas?; ¿o podría tratarse de una marquesina para autobuses que no precisase ser cimentada y que pudiese instalarse y desinstalarse en un par de horas?
Pues bien, finalmente la duda quedó aclarada; se nos pedía que diseñásemos simple y llanamente un bolardo; obviamente nuestra primera reacción fue de extrañeza; un bolardo, pilona, delimitador, pilotillo, pivote o como lo queramos llamar no entrañaba mayores complejidades proyectuales más allá de las derivadas de su propia fabricación o si acaso las de definir un sencillo, a la vez que eficiente, sistema de anclaje al pavimento.
Nuestro cliente volvió a sacarnos de nuestra extrañeza; la complejidad de los bolardos a la hora de diseñarlo residía, paradójicamente, en su componente inmaterial o incluso podríamos decir que psicológico; ¿por qué?, porque se trata de algo que no le gusta a nadie, ni a los conductores, ya que les suele incomodar a la hora de aparcar ya que su ubicación o invisibilidad complica la apertura de las puertas o incluso provoca el roce con la parte inferior de las mismas, ni a los peatones, porque en ocasiones entorpece el tránsito por aceras estrechas, y muchas veces, al menor despiste, propician tropezar con ellos o incluso provocando la consiguiente caída; está claro, todo el mundo agradece la instalación en sus calles y plazas de bancos, papeleras o farolas pero difícilmente de bolardos.